“Hace poco tiempo, descubrí que el afuera y el adentro son lo mismo. Y que el uno está conectado con el todo y el universo es capaz de expresarse en la más simple línea o gesto.”
El mayor anhelo de esta artista. nacida en Santiago de Chile en junio de 1968 a la hora en que Urano y Plutón emergían tras la cordillera, es dar y recibir a través de la capacidad creadora.
Se formó en un medio donde la expresión “somos todos hermanos” más que una consigna religiosa fue una práctica habitual: “Por eso mismo, la necesidad de profundizar en busca de la individualidad fue una tarea familiar.”
Esa busca le permitió desarrollar su capacidad artística y una progresión a una suerte de informalismo que libera una insospechada cantidad de energías inconscientes, pero que no pretende chorrear ni sugerir símbolos en manchas cualesquiera.
Ana lo expresa de modo claro cuando afirma que en su trabajo plástico ha conseguido “volcar contenidos inconscientes de la manera más reconfortante, donde se une lo lúdico con lo reflexivo, intuición, emoción y pensamiento a través de algo concreto.”
Como pedagoga ha visto mucho miedo en las salas de clases. Ese miedo del niño solo ante un papel en blanco, es también el miedo de los seres humanos ante la vida de hoy y ella quisiera revertirlo en un reencuentro de todos con la expresividad espontánea perdida y la apertura de las compuertas de la sensibilidad.
El surrealismo ha ingresado de la manera más natural en la obra de esta pintora que puede afirmar:“ Como hecho recurrente en mi vida, una suerte de ángel guardián, llámese espíritu divino, llámese fuerza interior, alma o espíritu, activa mi propia sanación a través de los sueños y la expresión artística.”
Ese ángel guardián a veces visible, oculto otras, no es rechazado por los trazos enérgicos que fluyen de una suerte de ante-visión atávica.
Esta es otra característica de su pintura donde trazos no distorsionados, se podría decir sintéticos, dan vida a animales y humanos.
Son imágenes ajenas a lo burlesco o caricaturesco, menos cercanas a la figuración que al surrealismo; más mágico-realistas que abstractas.
Configuran al animal y el ser humano, al árbol y al planeta en una cosmogonía armoniosa donde lo animado y lo inanimado se interrelacionan.
En esta muestra, Ana ha dejado de momento el blanco y el negro y las vastas dimensiones para emplear el color y colmar todo espacio.
El formato pequeño o el soporte de grandes dimensiones no alteran sus composiciones.
El gesto gracioso y dinámico de algunas de sus imágenes mejor logradas, donde se mezclan aspectos de la figuración, del surrealismo y de la abstracción, permite apreciar ese mundo donde el animal y el ser humano se entienden. La delicadeza no se opone a la energía poderosa de esta enemiga del “arte de mujeres”.
Lo menos raro en nuestra América es la mezcla de procedencias étnicas al punto que la población del continente todo es fruto del mestizaje eurasiático indo afroamericano.
Ana sin el menor esfuerzo consigue sintetizar las esencias primigenias para revelar en su pintura algo más que un nexo cromático entre esas influencias y orígenes.
Es así como ella deviene auténtica representante de una América andina, caribeña, austral.
Excluye lo burlesco y caricaturesco para alcanzar una plenitud vital de gracia, dulzura y a veces inevitable tristeza y dolor atenuado por la sabia mirada de una sabiduría atávica.
Los árboles ríen, los animales levitan; se establece la complicidad de las máscaras; el cuerpo femenino es árbol de hijos; la muerte en desmayo total provoca la exacta sensación del cuerpo abandonado de la vida; curioso, la muerte arcaica parece abandonarse a una suerte de juventud.
La torre del orgullo es quemada por la luz. Un símbolo tras otro, como en un reinventado tarot, da animada visión de la riqueza onírica y espiritual de nuestros pueblos.
A veces los niños muertos son pequeñas momias envueltas amorosamente en fajas muy parecidas a las que usan las mujeres mapuche para envolver a sus guaguas.
Las madres de Ana también usan sus propios brazos como fajas que envuelven al crío en su propio cuerpo con-fundiéndolo en una unidad bicéfala. Los niños suelen ser mariposas: como en la Sonatina de Rubén Darío parecen clamar: “¡Oh quién fuera hipsipila que dejó la crisálida!”. Este es otro símbolo de rica espiritualidad.
Los alegres felinos, así fueren pumas o jaguares, símbolos de la América total, representan elegancia, gracia, audacia, independencia y espíritu alerta.
La luz escamotea al Tiempo y abre paso a un no-lugar donde se realizan y manifiestan los sueños humanos. Los marcos que rodean los soportes proporcionan coherencia al conjunto porque están hechos de mañío (Podocarpus nubigena), noble especie nativa de Chile que sólo vive en los bosques que están al sur del sur del mundo.
La pintora proporciona audaz tratamiento a los ricos componentes simbólicos de la realidad hasta alcanzar estilizaciones barrocas que perviven sobre tramados plenos de caligrafía mágica que colman los espacios en un mundo que repele el vacío y se enciende en la orgía del color. Paleta total.
Esta artista pertenece a la tierra donde se celebra el culto de las animitas, es decir, de las almas de los muertos de mala muerte, marginales que no conocieron la justicia en vida y siguen penando en este mundo y acompañan a los vivos para cumplirles sus deseos. Las animitas corresponden a una realidad donde lo onírico se transforma en evidencia cotidiana palpable y desvelada.
El culto popular llega al extremo que exige tomar medidas oficiales y se pide al Consejo de Monumentos Nacionales que la animita de Romualdito en la Estación Central, sea declarada patrimonio histórico. De día y de noche a las animitas se les encienden velas. Son estas velas encendidas a plenas luz otro símbolo de la pintura de Ana Videla Lira que clama por la luz.
La muerte violenta en-mascara los rostros.
Otro símbolo recurrente: la complicidad de las máscaras con su propia hacedora proporcionan nuevos gestos a este mundo de tremenda intensidad donde el corazón crucificado, apuñalado con la cruz, termina por arder re-creando un viejo símbolo.
La pintura de Ana no es inocente, pero es límpida como los ojos de sus criaturas humanas y animales, así fueren aves, mamíferos o peces, que conviven en alegre complicidad.
Su visión no por serena es menos crítica y verídica, pero se juega por la limpidez y la gracia que omiten la ironía cruel y la mordacidad. El uso pleno de la paleta proporciona esplendor a su pintura rica en símbolos donde el sol puede ser la espiral de luz en eterno movimiento; cada astro o planeta, una gema facetada: constantes en esta visión indivisible del mundo.
El arte de Ana Videla Lira se caracteriza por ser ajeno a una tendencia artística; su estilo más que estilo es forma de vida total y de consecuente entrega a esa vida.
Santiago de chile, Virginia Vidal
Santiago de chile, Virginia Vidal